One Love



Lo encontramos una tarde de enero. Vagaba solo entre el humo de los coches y la indiferencia de la gente. Un gran lobo cansado y desnutrido; libre pero encerrado en un bosque de cemento en el que no había más comida que el frío ni más bebida que el barro, exceptuando, tal vez, los desechos de basura que se pudrían en los contenedores de la humanidad y que hacían de un mundo lleno un perro vacío como aquel.
Se acercó a nosotros confiando. Su pelaje negro estaba desgastado y polvoriento, áspero al tacto y hundido en las costillas; de su cuello se ceñía —sin plástico ni compasión— uno de esos collares que llaman del castigo, con púas de acero vueltas hacia dentro y ligeramente apoyadas en la carne. Sus colmillos estaban corroídos y sus ojos… sus ojos eran deliciosos: entre chocolate y caramelo, con una nota de inocencia y otra de picardía. Cuando lo miraba tenía la sensación de que había vivido más que yo, sabía más que yo, sabía que yo lo sabía y se sonreía. 
Y entonces recordé aquellos versos de Bukowski que decían que un perro caminando solo sobre la acera caliente del verano parece tener el poder de diez mil dioses. Nadie se atrevió a medir con palabras el poder de un perro negro caminando solo sobre el frío asfalto del invierno.

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