Hernán el charlatán

Hernán el Charlatán nació en silencio. Los médicos no arrancaron de él ni un berrido cuando le dieron la bienvenida a este mundo doloroso con un azote no menos doloroso. Su madre rompió a llorar, desconsolada por no escucharle, y cuando le pusieron entre los brazos a ese niño rojizo y callado, lo agarró con fuerza para que nadie, ni siquiera la muerte, se lo arrebatara. 
Hernán pasó los siguientes años atravesado por un mutismo sin precedentes. Creció entre silencios, regado por la sobreprotección de su madre —que no lo soltó desde que lo tuvo en brazos por primera vez— y por la rabia impotente de su padre. El niño resultó ser una criatura chocante, feliz y muy atrolondrada. Su padre, que era un hombre muy empírico, vaticinaba su futuro con la voz solemne y oscura. 
—Este crío no llegará a nada —solía decir.
Siempre que llamaba a su hijo, su nombre sonaba como una persiana metálica bajando: «¡Herrrrrrrnán!» Y la no respuesta para él era como cientos de cuchillos atravesándole las sienes, una afrenta al sentido común, al lealtazgo, al respeto... y a otras subjetividades que se le iban ocurriendo en el momento para justificar el enfado y sus consecuentes azotes. El muchacho era castigado cada vez que correteaba de la mano de las musarañas, lo cual ocurría con demasiada frecuencia; y aunque de su boca no saliera ni un sonido, la carne enrojecida le palpitaba hasta que llegaba su madre y lo calmaba con un dulce abrazo.

Pensaron que aquello sería sólo una etapa, alguna fase de esas anales de las que tanto hablaba Freud y que consiste en dar por culo, básicamente. Tenían la esperanza de que se le pasara y que por fin se dignara a decir algo; pero no fue así. Mientras el resto de la humanidad aprendía a hablar antes que a pensar, Hernán permaneció la mitad de su infancia callado, tan inmerso en su silencio que llegaron a temer que fuera mudo. Los logopedas y lingüistas analizaban al niño con la meticulosa pasión de los rusos, teorizando sobre Chomsky y llevando a cabo pruebas y métodos de origen polaco. Nadie consiguió dar con el problema ni elaborar un diagnóstico claro. El único que postuló su teoría con convencimiento y a gritos fue su padre:
—Este crío no es mudo... ¡es imbécil!

Una calurosa mañana de agosto, tras siete años de silencio, Hernán entró en la cocina, se situó frente a su madre, abrió los labios y dejó escurrir una palabra que llevaba días haciéndole cosquillas en la lengua: “semperiternino”. A la pobre mujer se le cayó al suelo el cuchillo con el que estaba troceando la remolacha. No sabía qué endemoniada palabra era aquella, ni de dónde la había sacado, pero le llenó la cara de besos mientras él le llenaba los oídos de sandeces como “mamá, te sudan los dientes” o “ya han llegado los mortreños...” Ella, sin hacerle mucho caso, lo abrazaba con más fuerza aún, feliz y sorprendida porque el chiquillo hablara, aunque sólo fueran tonterías.
—¡Padre de Hernán, corre! —le gritó a su marido—. ¡Nuestro hijo ha dicho sus primeras palabras! ¡Deprisa, tienes que ver esto! ¡Te dije que no era imbécil, te lo dije!
Y el padre llegó a todo correr, con la cara enrojecida y los pantalones medio bajados.
—¡Mira, es el mortreño! —dijo Hernán señalándole—. ¡Y trae parzas y almuncias!
La cara del hombre pasó del rojo fatigado al rojo enfurecido en cuestión de segundos.
—¿Tú lo escuchas? ¡Definitivamente es imbécil! Ya lo decía yo, que no llegará a nada. ¡Ay de mí, si por lo menos nos dieran subvención!
Se fue llorando y murmurando mientras la madre cubría las orejas del niño con dos hojas de remolacha.
—Tú no lo escuches —le decía entre besos—. Eres un niño especial que algún día se convertirá en un hombre especial.
—Tienes colimbo en el mirar —contestó Hernán.

Desde aquel día en que dijo sus primeras y extrañas palabras, no se volvió a callar. No daba ni un respiro a nadie. Pasó los siguientes años de su infancia hablando por los codos, por las rodillas y por las orejas, aprendiendo a distinguir cuáles eran las palabras que existían según las academias reales y cuáles las que existían según él y su propio panhispánico. Por desgracia para todos, su cerebro iba un poquito más lento que su lengua, así que metía la pata a menudo: creaba situaciones incómodas y era incapaz de mentir. Cuando los familiares, amigos y conocidos miraban inquisitivos a su madre buscando una explicación, ésta se encogía de hombros y solía decir, excusándose, que Hernán estaba recuperando el tiempo perdido y por eso hablaba todo lo que no había hablado en siete años.
También en esta ocasión pensaron que se trataba de una etapa, de un fenómeno curioso y pasajero que se quedaría como anécdota para contar a los nietos. Pero no fue así. La verborrea del chico estaba fuera de la jurisdicción de los logopedas, así que lo trataron los psicólogos, que analizaron a Hernán introspectiva y retrospectivamente sin hallar en él ninguna causa o solución.

Cuando Hernán alcanzó la pubertad, era más alto, más desgarbado, con pelusilla de bisoño imberbe, pero seguía hablando exactamente lo mismo. En el instituto se ganó el apodo de Charlatán, y los demás chavales lo evitaban por no verse envueltos en su loco bucle de fonemas. Aunque era muy inteligente, los profesores no le dejaban muchas oportunidades para hablar en clase, puesto que se arriesgaban a que sonara la campana o les llegara la jubilación si le daban la mínima oportunidad. Tampoco sus calificaciones eran muy buenas, ya que llenaba todas las hojas de los exámenes sin orden ni concierto, rozando con sutil y delicada brevedad los temas pertinentes.
En cuanto a las vicisitudes propias de la edad, Hernán pasó por ellas con la misma elegancia que un palomo cojo: hablaba de sexo sin pudor y piropeaba a las chicas sin vergüenza. Era atractivo y carismático a su manera, lo cual le otorgó algunos puntos de popularidad, sobre todo entre las féminas. Los chicos, algo celosos, solían bromear con que los besos que recibía Hernán el Charlatán eran la única forma de hacerlo callar.

Unos cuantos años después, habiendo aprendido nuevas palabras y alguna que otra lección, salió por la puerta un hombre graduado y con las manos llenas de intenciones. Puesto que era un gran orador y tenía un expediente académico mediocre, intentó hacer carrera como político. Se afilió a un partido y fue ascendiendo gracias a su carisma y don de palabra. Por primera vez en su vida, su padre se sentía orgulloso de él y lo enarbolaba por el vecindario como si fuera una bandera. Pero la dicha duró poco: su carrera como político terminó el mismo día que descubrieron que no sabía mentir. Tras aquello, su padre se refugió en su habitual y enfurruñado pesimismo con una úlcera en las tripas.
—¡Ni para político sirves! ¿Dios mío qué te he hecho yo? —se quejaba.

Un panorama desolador se apoderó de Hernán y le quitó de un plumazo el carisma, la energía y la esperanza. No le quitó las palabras, puesto que las llevaba bien atadas a los labios, solo que éstas pasaron a ser lamentaciones lúgubres y fatalistas. Tras dar muchos tumbos y no encontrar su sitio, se apalancó en el sofá de su casa y se entregó a una vida sedentaria y contemplativa en la que lo único que ejercitaba era la lengua. Aquello fue el detonante que colmó el bordado vaso de la paciencia de su padre, que se liaba a repartir collejas cada vez que veía a su hijo mano sobre mano, lo cual ocurría siempre.
—¡Ya lo decía yo: este crío no llegará a nada! ¡Pero aquí nadie me hace nunca caso! —gritaba rojo de rabia.
Hasta la madre, que tanto quería al chiquillo y que lo protegía desde que nació, empezó a regañar a Hernán por su estilo de vida tan deplorable. Solía decir que tenerle allí era lo más parecido a tener un loro encerrado en una jaula: todo el día parloteando y comiendo pipas.


Al fin, un buen día, Hernán recuperó los ánimos para salir a la calle en busca de trabajo. Bajo un sol primaveral y el alegre trinar de los pájaros, se encaminó con buen paso hacia el instituto de empleo. Después de una cola de dos manzanas y de haber entablado conversación con un tercio de la ciudad, llegó su turno. Se acercó con paso distraído a la mesa donde lo esperaba una bella mujer. Hernán fue a echar mano de sus palabras, y cuando ella le clavó la mirada, no pudo encontrarlas. En su lugar tan sólo halló balbuceos y una falta importante de saliva.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó ella divertida, desplegando su sonrisa como si un pájaro echara a volar.
—Ti... ti... tienes quilas y escances e-e-e-en el mirar —Su voz era apenas un murmullo inteligible.
Ella lo miró sorprendida por unos instantes, luego se echó a reír con el candor de los salmones. En sus mejillas se dibujaron dos hoyuelos como dos abismos, y sus pestañas, largas y melifluas, se tornaron alas que invitaban a todo en cada parpadeo.
—Vaya, es lo más bonito que me han dicho nunca. Eres muy gracioso —le dijo con dulzura.
En ese momento Hernán el Charlatán nació de nuevo, y una vez más lo hizo entre silencios. Se agarró el pecho entumecido con sorpresa y miedo. Se le fugó la voz de la garganta y el color del rostro.
Aquella mujer le había dejado, inexplicable e irremediablemente, sin palabras.

Comentarios

  1. Escribes tan brentiscafonsimente que me escondrimencias.

    Saturpos.

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  2. Tienes una forma de escribir muy del siglo XX. Me gustó mucho, la delicadeza, el humor bien medido...

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