Benito del Salzillo.
Toro Bravo, imagen de Tomás Castaño.
Benito del Salzillo nació tempranero,
de un rojo apresurado, con la piel arrugada como la de un lagarto y
nada bajo el brazo. Creció pequeño y adicto al anís desde un dolor
de dientes. En el pueblo siempre tuvieron claro que era un temerario,
desde que con seis años se subió a lo más alto del árbol más
alto del cementerio para ver si se movían los muertos. «¡Anís
del mono!» gritaba. Se le
quedó lo de mono.
El televisor de su casa era en blanco y
negro y sólo tenía un canal, que echaba los toros y algunos
documentales de Félix Rodríguez de la Fuente. ¡Curioso Benito!
Pero sin escolarizar. Aprendió los números con el mando de la tele
y nunca llegó a leer. Cuando se quedaron sin anís, sus padres
vendieron el aparato para comprar más. ¡Aburrido Benito! Salió a la
calle a torear estatuas con una sábana como capote y una botella
como espada.
¡Tonto Benito! No lo digo yo, lo
dijeron los del pueblo cuando lo vieron con la boca hacia fuera
intentando provocar a la estatua de un buey. «¡Eh,
toro!» Pieza de arte que no se
movía. «¡Eh, toro!» El pito hacia delante como si fuera a mear.
Tardó unos días en probar con las vacas de los campos. «¡Blanca
leche!» Benito se dio cuenta de que el anís estaba más bueno si lo
mezclaba. Semanas después fue a por las vaquillas, delgadas como juncos, que perseguían la sábana
cuando les azuzaba con un palo. «¡Eh, toro!» La mano del anís
apoyada en la cadera. «¡Eh, Benito!» Los ganaderos corriendo
enfurecidos hacia él.
Benito tenía la efervescente
adolescencia asomándole por las rojas mejillas. Echó a crecer, pero
muy poco, un día que caminaba hacia el pueblo más cercano. Le llegó
el lento pacer de los negros toros cuando las negras aves se posaron
en sus negros lomos. «¡Cuánto
negro!»
Exclamó Benito corriendo ladera abajo. Estaba rojo de sangre cuando un rejoneador de Jaén se encontró con él. «¡Eh,
toro!»
los labios hinchados hacia delante. «¡Eh,
toro!» Bañando sus
heridas con anís. El rejoneador lo subió a su caballo blanco cuando vio su talento. «¡Valiente muchacho, tienes lo
que hay que tener!» le decía emocionado.
Benito apareció en las plazas al año siguiente. «¡El tonto del
pueblo!» exclamaban asombrados los del pueblo al verle. Entre
vítores y aplausos celebraban el arte de Benito. ¡Gallardo Benito!
Traje de luces ajustado, espada y capote de verdad, las botellas de
anís escondidas tras los burladeros. «¡Eh, toro!» Las
cicatrices rojas de su cara llena de chulería. «¡Eh, toro!» El
pito hacia delante como si lo fuera a clavar.
Benito del Salzillo murió tempranero,
de un rojo apresurado, con un cuerno bajo el bazo. ¡Pobre Benito!
Desangrándose sobre la tierra pidió ser enterrado en alto, para ver
si se movían los muertos. «¡Anís
del mono!»
Se amorró a la botella para amamantar del último trago, los labios
amoratados, el pito encogido. «¡Cuánto
negro!»
exclamó corriendo muerte abajo.
Joder... es lo mejor que he leído en mucho tiempo.
ResponderEliminarSi pudieras mantener ese nivel durante más páginas podrías vivir de escribir.
Y muy bien.
Te felicito.
Wow. Te aplaudo. Ese final.
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