Aquella vez el mundo se llenó realmente de electricidad. Un
niño caminaba despacio entre las grietas, se agachaba, cogía un puñado de
tierra y se lo metía a la boca. Repetía el mismo procedimiento cada diez pasos.
Sobre él, el cielo era una capa anaranjada de piel seca, y cada vez que una
mosca se posaba en ella, arrancaba un pedazo, desgarrando aquel mundo desabrido
y frágil.
El niño caminaba despacio, protegiendo sus ojos con un
sombrero de paja viejo, sus esqueléticos hombros levantaban el peso de lo que
parecía haber sido una camiseta de un superhéroe de antaño, arrugado ahora por
el uso, mordido por el polvo y borrado por el sudor, y sus pies desnudos se
apoyaban sobre la suela rota de unas sandalias. Ocho pasos, nueve...
De pronto, una bandada de pájaros levantó el vuelo en el
horizonte, dejando a su paso esquirlas de graznidos y un reguero de plumas y
pedazos rotos del cielo. Ante aquella señal, el niño se agarró con la poca
fuerza que tenía al saliente de una roca. Bajo sus pies, el suelo empezó a temblar,
de su garganta emergía un aullido gutural, cavernoso, que avecinaba el
escalofrío posterior. La tierra se abrió en un sinfín de grietas igual que se
rompe una cáscara de huevo para dejar salir una impaciente criatura.
Entre el polvo rojizo y la arena fue emergiendo una gran
estatua de piedra, una sabia guardiana humana con cuerpo de león, una esfinge.
El niño se llevó otro puñado de tierra a la boca mientras contemplaba con
parsimonia cómo pasaba el terremoto. La estatua fijó sus ojos en él.
—¿Quién eres y a dónde vas?
El pequeño escupió la tierra y habló con voz rota.
—Polvo soy y al polvo iré.
Inmediatamente la esfinge empezó a llorar. No hacía nada,
permanecía inmóvil con la mirada clavada en el niño, pero de sus ojos salía
agua transparente. El niño se encaramó a su cuello y fue sorbiendo sus
lágrimas, a lametones inseguros primero, chupando con desesperación después.
Comer tierra daba mucha sed.
Cuando terminó empezó a contar los pasos otra vez, pues se
había olvidado por cuál iba. El sol empezaba a esconderse, era casi negro, como
si su propio fuego hubiera acabado consumiéndole a él también. El suelo se
llenó de sombras alargadas y secas que se escapaban entre rocas y grietas,
siempre rocas y grietas, pues no había nada más en aquel paraje.
Más tarde una mancha apareció en el horizonte. Conforme el
niño se iba acercando la mancha se hacía más grande, aunque el sol ya no
quemaba, la silueta estaba emborronada por el calor, nadando entre ondas y
charcos imaginarios. Llegó por fin, alguien tejía calcetines blancos sobre una
mecedora, justo en el paso siete. El niño la miraba mientras ella tejía.
También había una moneda, un libro cerrado y un casco azul.
El crío se agachó para cogerlo todo.
—Tsss, ¿qué haces? Eso no es para ti.
—¿ Por qué?
—Porque tus manos son demasiado pequeñas para cogerlo todo.
El niño siguió caminando hacia ningún lugar, había perdido
la cuenta así que empezó de nuevo: un paso, dos, tres...
Y en el horizonte, el sol negro moría definitivamente.
Aunque no lo creas...estoy...
ResponderEliminarAunque no me veas te leo ...
Aunque me he despedido existo, y de manera anónima ocupo tu pequeño espacio(cada día más grande) de escritura, pues aunque mis manos no elaboran, mis ojos y mi cabeza siguen valorando lo bello, amargo y cristalino de tu escritura.
Algunos nos vamos...Otros siguen creando maravillas... ese es tu sino,essentar 67 maravillar al mundo y maravillarme cada vez que pase por aquí...por favor no dejes de hacerlo ... No dejes de creer en el recuerdo...
Pues...
Aunque no lo creas...estoy...
Aunque no me veas te leo ...
Aunque me he despedido existo
jejeje lo de essentar 67 del comment anterior es que se coló el codigo de confirmación en el comentariao.
ResponderEliminarUn abrazo
Ya decía yo jajaja. Un abrazo enorme, Brun :)
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
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ResponderEliminarSOBERBIA, el único pecado de los hombres, la gran amenaza y salvación para otros. Pues es la conciencia la capacidad que le otorga al curso su variable. Es elección nuestra ser compuesto o elemento. Lo cierto es que la experiencia propicia el aire, el agua, la tierra y el fuego. Ellos tienen conciencia y experiencia, y son quienes definen las reglas. Sabemos la ruta, todos venimos del mismo cielo pero siempre nos equivocamos... Al parecer hemos olvidado que para ser dioses necesitamos ser diferentes y, sin embargo, seguimos sus normas y luchamos con sus instrumentos pues, como ya dije antes, venimos todos de ninguna parte. ¿Merece la pena destruir el mundo por un sueño que ni siquiera comprendemos? Lo único que teníamos que hacer era entender, no juzgar y, a cambio obtener el mayor regalo, no la inmortalidad sino la felicidad, la grandeza. Él hace todo el trabajo y sufre para que todos podamos existir y, a pesar de ello, tejió la más asombrosa ley de la gran obra, -acción, reacción- pues del sufrimiento que soporta nace el amor. Ahora, yo os pregunto, ¿es a caso esto motivo de odio, miedo, rebelión o sufrimiento? Su mundo es nuestro, mirar a vuestro alrededor, esto es lo que le habéis hecho.
ResponderEliminar-escrito sobre la marcha-
Gracias siempre Neeze, tus obras no dejan de hacer trabajar esta maravillosa mente que tengo en el pecho. Esta nube ya derramó por la boca de aquel niño sediento. Un abrazo.